La relación entre las fuerzas de la naturaleza fue ganando en complejidad, hasta cristalizar literariamente en el poema acadio Atrahasis, escrito a principios del segundo milenio a.C. El poema comienza evocando el inicio de los tiempos, cuando los dioses menores, bajo la dirección del violento Enlil, tenían que excavar los canales, levantar los diques, reparar ambos y labrar la tierra.
Cansados del arduo trabajo de drenar las marismas, represar las aguas y arar los campos con el fin de cultivar lo necesario para alimentarse a sí mismos y a los dioses mayores, quemaron sus picos y palas, renunciaron a trabajar y amenazaron a Enlil, el capataz.
Los tres máximos dioses, Anu, Enlil y Ea, es decir, el cielo, la tierra y las aguas, se reunieron con urgencia para tratar no sólo de resolver el conflicto, sino de sentar las bases para que no volviera a presentarse.
Ea, el más astuto de ellos, propuso la ingeniosa solución de crear unos seres, los humanos, que trabajaran en lugar de los dioses y para ellos, entregándoles parte del alimento que produjeran. Esos nuevos seres habrían de ser formados a partir de arcilla mezclada con la sangre de uno de los dioses menores, el que había encabezado la rebelión.
A partir de la masa original de arcilla y sangre se crearon siete hombres y siete mujeres, que fueron el inicio del linaje de los humanos. A partir de entonces los dioses no tuvieron que trabajar más, limitándose a vivir de las ofrendas de los humanos.
Sin embargo, tanto trabajaban estos, tanto alimento producían, que se multiplicaron con rapidez, y doce siglos después de su creación eran ya tan numerosos que el ruido que hacían resultaba insoportable a los dioses.
El violento Enlil, irritado, reunió a los grandes dioses y con su consentimiento envió una epidemia que causó estragos entre los humanos, amenazando acabar con ellos. El sagaz Ea, preocupado por la suerte de sus criaturas, les hizo saber que debían dirigir sus plegarias al dios de la muerte, Namtar, que finalmente se apiadó de ellos y acabó con la plaga. Los supervivientes volvieron a multiplicarse y, transcurridos otros mil doscientos años, importunaron con sus gritos a Enlil, que de nuevo les castigó, secando todas las fuentes.
Aconsejados por Ea, su protector, los humanos dirigieron sus plegarias al dios de la lluvia torrencial, Adad, que llegó a tiempo para salvar a algunos famélicos representantes del género humano. Por tercera vez volvieron los humanos a molestar a los dioses, y ahora Enlil decidió usar al mismo Adad para provocar un diluvio de tal magnitud que ahogara definitivamente a los humanos.
Cansados del arduo trabajo de drenar las marismas, represar las aguas y arar los campos con el fin de cultivar lo necesario para alimentarse a sí mismos y a los dioses mayores, quemaron sus picos y palas, renunciaron a trabajar y amenazaron a Enlil, el capataz.
Los tres máximos dioses, Anu, Enlil y Ea, es decir, el cielo, la tierra y las aguas, se reunieron con urgencia para tratar no sólo de resolver el conflicto, sino de sentar las bases para que no volviera a presentarse.
Ea, el más astuto de ellos, propuso la ingeniosa solución de crear unos seres, los humanos, que trabajaran en lugar de los dioses y para ellos, entregándoles parte del alimento que produjeran. Esos nuevos seres habrían de ser formados a partir de arcilla mezclada con la sangre de uno de los dioses menores, el que había encabezado la rebelión.
A partir de la masa original de arcilla y sangre se crearon siete hombres y siete mujeres, que fueron el inicio del linaje de los humanos. A partir de entonces los dioses no tuvieron que trabajar más, limitándose a vivir de las ofrendas de los humanos.
Sin embargo, tanto trabajaban estos, tanto alimento producían, que se multiplicaron con rapidez, y doce siglos después de su creación eran ya tan numerosos que el ruido que hacían resultaba insoportable a los dioses.
El violento Enlil, irritado, reunió a los grandes dioses y con su consentimiento envió una epidemia que causó estragos entre los humanos, amenazando acabar con ellos. El sagaz Ea, preocupado por la suerte de sus criaturas, les hizo saber que debían dirigir sus plegarias al dios de la muerte, Namtar, que finalmente se apiadó de ellos y acabó con la plaga. Los supervivientes volvieron a multiplicarse y, transcurridos otros mil doscientos años, importunaron con sus gritos a Enlil, que de nuevo les castigó, secando todas las fuentes.
Aconsejados por Ea, su protector, los humanos dirigieron sus plegarias al dios de la lluvia torrencial, Adad, que llegó a tiempo para salvar a algunos famélicos representantes del género humano. Por tercera vez volvieron los humanos a molestar a los dioses, y ahora Enlil decidió usar al mismo Adad para provocar un diluvio de tal magnitud que ahogara definitivamente a los humanos.
Esta vez Ea sólo pudo salvar a una familia, la de Atrahasis (quien da nombre al poema), el más sabio y bondadoso de los humanos. Aconsejado a tiempo de la conspiración de los otros dioses, Atrahasis construyó un barco e introdujo en él a su familia (en el sentido extenso: mujer, hijos y parientes próximos), y con ellos diferentes parejas de animales, tanto domésticos como salvajes.
Mientras en las anteriores ocasiones los dioses habían seguido recibiendo alimento de quienes no enfermaban ni enflaquecían en exceso, ahora pasaron hambre, ya que sólo sobrevivían los pasajeros de la barca, incapaces de cultivar la tierra.
Ante la perspectiva de tener que volver a trabajar se replantearon la magnitud de sus castigos y llegaron a un punto de equilibrio, en el que aceptarían la existencia de humanos, pero limitando su número mediante las siguientes disposiciones: crearon un demonio cuya misión sería la de incrementar la mortalidad infantil tras los partos, parte de las mujeres sería estéril y otra fracción de las mismas renunciaría a tener hijos, asumiendo la virginidad como un valor reconocido socialmente con el cargo de sacerdotisas de determinadas diosas.
De esa forma, la mortalidad neonatal (y en su caso el infanticidio), la esterilidad y la virginidad eran no sólo reconocidas como mecanismos de control demográfico, sino que, situadas en la esfera de las decisiones divinas, permitían transferir a estos la responsabilidad de aquellas acciones y fenómenos.
Mientras en las anteriores ocasiones los dioses habían seguido recibiendo alimento de quienes no enfermaban ni enflaquecían en exceso, ahora pasaron hambre, ya que sólo sobrevivían los pasajeros de la barca, incapaces de cultivar la tierra.
Ante la perspectiva de tener que volver a trabajar se replantearon la magnitud de sus castigos y llegaron a un punto de equilibrio, en el que aceptarían la existencia de humanos, pero limitando su número mediante las siguientes disposiciones: crearon un demonio cuya misión sería la de incrementar la mortalidad infantil tras los partos, parte de las mujeres sería estéril y otra fracción de las mismas renunciaría a tener hijos, asumiendo la virginidad como un valor reconocido socialmente con el cargo de sacerdotisas de determinadas diosas.
De esa forma, la mortalidad neonatal (y en su caso el infanticidio), la esterilidad y la virginidad eran no sólo reconocidas como mecanismos de control demográfico, sino que, situadas en la esfera de las decisiones divinas, permitían transferir a estos la responsabilidad de aquellas acciones y fenómenos.
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